Martes por la mañana, aún me recuperaba de la noticia
que San Marcos me dio un domingo por la noche. Me costaba creer que la
universidad en la que siempre quise estar me cerrara las puertas por cuarta
vez.
Aquel martes, más calmada y con los ánimos repuestos, decidí
abrir mis redes sociales y conversar con una amiga que también había postulado
a Ciencias de la Comunicación y que al igual que yo no había alcanzado vacante.
Quería preguntarle qué pensaba hacer, si iba a seguir preparándose o si había pensado
en otra opción. Ella me comentó que había tomado la decisión de postular a Villarreal y que sus
padres la aceptaron, ya tenía el dinero para conseguir su carpeta así que solo
le quedaba estudiar. Entonces me di cuenta que yo tampoco podía quedarme atrás,
¿por qué cerrarme en una sola opción? ¿Por qué no intentar en otra
universidad?, me había preparado 2 años y deseaba tanto empezar mi carrera que me
sentía lo suficientemente capaz para enfrentar otro examen. No lo pensé más, les
comenté a mis padres y ellos lo aprobaron.
Me quedaban solo dos semanas. En la primera hice los
trámites necesarios, fue toda una odisea. En primer lugar porque las carpetas
ya se habían agotado pero recordé que una compañera de la academia había
comprado el de Villarreal y el de San Marcos, por suerte ella sí ingresó a la
“Decana de América” así que me vendió su otro prospecto; y en segundo lugar
porque coloqué mal uno de los códigos que pedían en mi inscripción, creo que
esa fue la situación más desesperante que he pasado en mi vida. Faltaba solo un
día para registrarme y la página no reconocía el código. Al día
siguiente (último día) me levanté temprano para ir a las oficinas de admisión,
ya no aguantaba más; pero primero hice una llamada y me dijeron que por ser
sábado las oficinas no atendían. Sentí que mi mundo se venía abajo. Frente al
teléfono, nuevamente revisé todos los folletos y noté que había dos códigos,
uno de la carpeta y otro del boucher. Mi mundo volvió a su lugar. Descubrí que
había confundido el orden de los códigos así que fui corriendo al internet de
la esquina; pero para rematar mi mala suerte, al llegar me encontré con el
local cerrado. Era el único cerca, solo esperé el medio día y me inscribí sin
ningún problema.
La segunda semana me pasé resolviendo exámenes de admisión
sin cansancio. Faltando dos días para el examen, “celebré” mi cumpleaños en una
maratón nocturna que un amigo del barrio tenía en su Pre. Sí, “celebré” mi
cumpleaños estudiando de 9:00pm a 7:00 am. Una locura total. ¿Quién se amanece
estudiando el día de su cumpleaños? Con todo esto sentía en un 60% que tenía que
ingresar.
Llegó el día, mi papá me acompañó hasta El Agustino. Estuve
tranquila. Sin sentimientos y con total frialdad rendí mi examen de admisión,
¿qué más podía esperar después de todo lo que pasé? Solo ingresar y punto.
En la noche, como no tenía donde ver los resultados (no tenía computadora y mi celular solo
entra a Facebook), le di mi código a un amigo y le dije que me mandara un
mensaje ni bien los viera en internet.
Eran las 6:29am del lunes, desperté segundos antes
de que mi celular sonara. Me llegó un mensaje. Lo abrí y leí: “Cachimbaaaaa!”.
Rápidamente me conecté a Facebook. No lo podía creer hasta que mi amigo me mandó la
foto de los resultados. Con la prueba en manos fui a
despertar a mi papá. “¡Papá, ingresé!” Ni bien abrió los ojos se lanzó hacia
mí y me abrazó, “Te lo dije, Cris; te lo dije. Felicidades hijita”. Emocionados
y a punto de llorar, bajamos velozmente las escaleras. Mi mamá se encontraba
haciendo sus ejercicios matinales en la sala. ¡Ma! -la llamé-. ¿Qué pasó? -Salió
preocupada-. ¡Ma, ingresé! Su mirada lo expresó todo, no fue necesario hablar. Me abrazó.